sábado, 27 de febrero de 2010

Al dolor de la traición se suma el de la humillación pública. Sin embargo, sus esposas siguen a su lado y les apoyan delante de todos. La vida privada del candidato da credibilidad a su mensaje público y los votantes quieren conocerla. Pero la decisión de estas mujeres no es sólo consecuencia de la estrategia política de sus maridos, también es una cuestión cultural.

Los telespectadores le oían a él, pero la miraban a ella. Durante 62 segundos eternos, Silda Spitzer mantuvo una pose melancólica mientras su marido, Eliot Spitzer, gobernador de Nueva York, admitía que era cliente de una red de prostitución de lujo. La presencia de la esposa mandaba un mensaje más efectivo que cualquier discurso: “Estoy a su lado. Si yo puedo perdonarlo, vosotros también”.

Silda no es una excepción. La indulgencia pública de las cónyuges de los políticos estadounidenses empieza a ser una costumbre. El miembro más notable de este club es Hillary Clinton, que soportó el caso Lewinsky. En su autobiografía, la ex primera dama reconoce que “Buddy, el perro, era el único miembro de la familia dispuesto a acompañar [a Bill Clinton]. Dormíamos en camas separadas […]. No sentía más que furia, decepción y una profunda tristeza”. Pero no le dejó. Y afirma que presentarse a senadora creó un puente de reconciliación entre ellos.

REALIDAD CULTURA

¿Antepuso Hillary la lealtad política al amor? Según Daniel Mercado, experto en marketing electoral y presidente de la agencia Over, el electorado cada vez demanda más información sobre el núcleo familiar de un candidato; su vida privada da credibilidad al mensaje público. “La postura de Hillary favoreció primero a su marido y luego a ella misma –asegura–. Es muy probable que, sin su apoyo, no hubiera podido tener su propia carrera política. Sin embargo, ahora esa decisión le está pasando factura. Hay una parte del electorado, con un alto nivel de formación cívica, que desaprueba su aceptación de la afrenta y la ve como una mujer fría y ambiciosa”.

Para Daniel Mercado, la aparición de Silda Spitzer y de otras esposas en las comparecencias “es un montaje creado para intentar dar más credibilidad al arrepentimiento del político”. Pero la decisión de estas mujeres no es sólo consecuencia de la estrategia política de sus maridos, también es una cuestión cultural. En la protestante Norteamérica no existe la confesión. El único “mea culpa” capaz de salvar al “pecador” es el que se hace ante toda la comunidad. El primer paso para que el “caído” se levante es pedir perdón en público. Además, el núcleo familiar es muy pequeño; se reduce a la esposa y los hijos, y ellas se sienten obligadas a arroparles porque, sin su perdón, no habría redención.

PROCESO MENTAL

La clave cultural es importante pero, ¿y la psicológica? Según Mariela Michelena, psicoanalista y autora del libro “Mujeres malqueridas”, los motivos para perdonar son muchos y muy personales: “Desde el amor hasta el miedo a la soledad”. A raíz del caso Spitzer, muchas feministas han levantado la voz indignadas porque consideran esa actitud como un retroceso para los derechos de la mujer. Michelena cree que culpabilizar a las que perdonan es subestimarlas: “La vida de pareja es muy larga, cada vez más –afirma–, y lo que caracteriza a un amor maduro es la capacidad para perdonar al otro en ciertos momentos. Pero no es lo mismo perdonar que consentir. Para lo primero es necesario que el que ha cometido la infidelidad pida perdón, esté arrepentido y tenga propósito de enmienda. La persona que consiente sólo hace la vista gorda ante una situación que le supera porque prefiere soportarla antes que romper una relación. Ésas sí son mujeres malqueridas. Cuando se perdona hay un intento de recuperación, no un sometimiento”.

Jimena, de 34 años, perdonó una infidelidad. “Se lió con una compañera de trabajo. Cuando me enteré, decidió dejarla y me pidió perdón. Al principio, la rabia era insoportable. No era capaz de mirarle sin imaginármelo en la cama con la otra. Además, seguían viéndose en el trabajo, ¿cómo estar segura de que habían roto? Pero él parecía arrepentido y fue cariñoso y paciente con mis berrinches. Poco a poco, empecé a pensar menos en el tema”. La paradoja es que Jimena también había sido infiel a su marido, pero él nunca llegó a saberlo: “Mi experiencia no restó dolor a su traición, pero tal vez me ha ayudado a ser más comprensiva”. Teresa, en cambio, no perdonó a su marido, aunque vive con él. “Le pedí que se fuera de casa, se quedó y ahora se lo agradezco. Tenemos hijos, una hipoteca, familias, amigos... Me pesó demasiado romper con todo eso. Aún no le he perdonado, pero ha pasado mucho tiempo, siempre está cuando lo necesito y dice que no lo hará nunca más. Le creo o quiero creerle”.

MAL DE MUCHOS...

Según un estudio de Sondea, el 36% de los españoles ha sido infiel alguna vez y más del 15% repetiría la experiencia. Aunque el porcentaje de hombres y de mujeres infieles es similar (37% y 35%), ellas se muestran más arrepentidas. También la motivación es diferente: ellos desean “tener más sexo” y ellan aducen enamoramiento y falta de atención por parte de su pareja.

Según Mariela Michelena, cada vez se practican más modalidades de infidelidad. “La salida de la mujer al trabajo le da oportunidades que antes no tenía; hay gente que emplea el chat, relaciones que se fraguan por SMS... Los políticos son tan infieles como todo el mundo, pero ellos están bajo la lupa y el resto vive su existencia anónima. Su papel se parece al de los dioses griegos: son personajes con los que podemos identificarnos, que nos quedan lo bastante lejos como para pensar: “Eso a mí no me pasaría”, y lo suficientemente cerca como para decir: “Ah, ellos también se equivocan”. Y es que una cosa es perdonar en privado, tras atravesar un duelo y poder ejercer el “castigo psicológico” del damnificado, y otra muy diferente convertirse en garante del arrepentimiento del marido ante la opinión pública.

En nuestro país no es fácil encontrar paralelismos a la escena de los Spitzer. Recientemente se ha descubierto que el ex concejal de Palma de Mallorca, Javier Rodrigo de Santos, casado y con cinco hijos, se gastaba el dinero público en prostíbulos homosexuales. Pero a él no se le ha ocurrido comparecer en rueda de prensa para hablar de sus motivos, y mucho menos acompañado de su esposa. “En España, la opinión pública no aceptaría que ella saliera en televisión diciendo que su marido es bueno y le perdona –añade Mercado– El electorado no está preparado para algo así. Si le engañas o adoptas una pose, se dará cuenta”.

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